miércoles, 7 de septiembre de 2011

El viejo


Cada tarde veíamos al viejo solitario sentado en un banco de la plaza con un libro usado entre las manos, como abstraído de todo, entristecido, quizás fuertemente embebido por lúgubres pensamientos o antiguos recuerdos. Aquel hombre estaba tan acostumbrado a los libros que era para él una necesidad cotidiana acariciar las gastadas cubiertas con sus temblorosos dedos amarillentos o repasar las múltiples y adormecidas páginas una a una, despacio. Lo hacía con una unción reconcentrada, como si en lugar de libros palpara unas raras alhajas hurtadas a la codicia de los demás hombres de la plaza. Nosotros lo mirábamos sin lástima, pero intrigados, ganados del todo por la curiosidad que nos producía su propio y acerado interés por los libros. A veces, mientras los acariciaba, se le encendía fugaz y livianamente una misteriosa sonrisa. La sonrisa propia de los ciegos.

4 comentarios:

  1. Me gusta mucho la sensación del tacto, que predomina intensamente a partir de "lo hacía con una unción reconcentrada". La ceguera es el contrapunto perfecto, pues visión es lo único que tienen los observadores huérfanos de libros en este relato. Enhorabuena.
    Abrazos.

    ResponderEliminar
  2. Susana, qué buena visión tienes al percatarte del contrapunto. Yo, que soy miope, no lo había visto con tanta claridad. Un fuerte abrazo.

    ResponderEliminar
  3. Muy bueno el comentario de Susana. Los viejos, casi todos medio ciegos, ven con mayor profundidad todas las cosas, qué duda cabe. Me gusta creer que acaricia las tapas de un libro querido, como si quisiera convocar su recuerdo con el solo tacto.
    Un abrazo a ambos

    ResponderEliminar
  4. Gemma, a falta de visión, el tacto despierta imágenes poderosas en el viejo. Y coincido contigo en que Susana ha visto lo esencial de la historia. Un fuerte abrazo.

    ResponderEliminar