En la jaula de la noche, multitud de ojos incandescentes brillan en medio de la oscuridad. Protegidos por la vastedad de la maleza se escrutan unos a otros, se huelen, tensan los oídos para captar una mínima sacudida o movimiento alrededor. Es la hora de la caza. Antílopes, cebras o jirafas adivinan el hambre acechante de los grandes carnívoros ocultos en la enmarañada selva. Entonces, un rugido brutal rasga de golpe el silencio. Los animales más dóciles se desbandan, corren, saltan, huyen con el espasmo del miedo en el cuerpo lejos de donde están. Un instante después, el olor a sangre y a carnadura desollada comienza a penetrar -como una lenta sombra- en el extenso continente de mi cabeza, en el interior del territorio de mi cráneo, allí donde los animales salvajes viven, pacen o cazan.
Lamentablemente, para bien y para mal, llevamos nuestro determinismo biológico impreso en cada célula de nuestro cerebro. Un micro muy ilustrativo.
ResponderEliminarUn saludo
Desde Aristóteles, que ya dijo aquello de que el hombre es un zoon logikón, no hemos cambiado mucho. Y venimos de la selva... ¿y continuamos en ella?
ResponderEliminarGracias, Gemma, por tu opinión.
Un beso.