Entonces, en sucesivas y rápidas acometidas, arrinconé contra un flanco del tablero las últimas piezas de su gastado ejército, sellando cuidadosamente toda posible huida por sorpresa.
Mirara donde mirara, ni mis peones ni mi alfil ni mi reina iban a poder defenderme del desastre que me aguardaba. Tenía la partida perdida, y ofrecerle tablas a mi oponente era una avenencia superflua. Con un solo movimiento de su alfil, la cabeza de mi rey rodaría como una pelota sobre el arlequín de la tabla.
Esta vez no tuve compasión. Con un concentrado empuje, adelanté un escaque mi alfil, y (en lugar de una) vi caer con estrépito dos regias y sanguinolentas cabezas.
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