miércoles, 28 de septiembre de 2011

Puesto de socorro


Un día cualquiera de playa. Bañistas mojándose los pies en la orilla, nadando mar adentro, tostándose al sol o paseando en busca de conchas que llevarse de recuerdo. Mientras sucede todo esto y mucho más, por el megáfono del puesto de socorro se reclama urgentemente la presencia de los padres de un niño pequeño que se ha perdido. Durante un período fugaz, infinitesimal, todas las madres se sobresaltan a la vez. Pero luego, cuando comprueban  que sus hijos están a la vista, se tranquilizan. Todas, excepto una, claro, que sin disimular su alarma se encamina rápidamente hasta el puesto donde los diligentes socorristas calman, cuidan y entretienen al crío. Al cabo de unos minutos, la madre –abrumada por el susto pero contenta por el inminente reencuentro- llega al lugar donde está su hijo. A su lado, con la mirada perdida, sigue esperando que vengan a reclamarlo el anciano extraviado hace dos días.








lunes, 19 de septiembre de 2011

Recuerdos


Como cuando era niño recorro arriba y abajo las calles vacías de mi pueblo. Hacía años que no pisaba la alfombra musgosa que adoquina algunas de sus correderas, ni vagaba parsimonioso -como al desgaire- entre los sitios más memorables de mi infancia. Apenas nada ha cambiado en sustancia. Reconozco la fontanilla marmórea de la plaza del ayuntamiento, ahora medio derruida y mohosa por el ancestral abandono; el pórtico románico de la iglesia; el caserón imponente de don Anselmo, el indiano; los portalones alineados de las viviendas pobres de mis amigos, al pie de los cuales muchas tardes del año nos apostábamos en círculo para jugar a chapas o a contar historias de desaparecidos; el menudo edificio de la escuela, en fin, donde el maestro nos enseñó en un mapa antiguo que nuestra minúscula tierra no aparecía rotulada con el característico punto negro…
Y siento una leve nostalgia de aquel mundo. Pero aquí no queda nadie. Sólo vastedad, sombra punzante de un pasado quebrado.
Ya todos se han ido. Y yo ahora debo regresar con ellos.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

El viejo


Cada tarde veíamos al viejo solitario sentado en un banco de la plaza con un libro usado entre las manos, como abstraído de todo, entristecido, quizás fuertemente embebido por lúgubres pensamientos o antiguos recuerdos. Aquel hombre estaba tan acostumbrado a los libros que era para él una necesidad cotidiana acariciar las gastadas cubiertas con sus temblorosos dedos amarillentos o repasar las múltiples y adormecidas páginas una a una, despacio. Lo hacía con una unción reconcentrada, como si en lugar de libros palpara unas raras alhajas hurtadas a la codicia de los demás hombres de la plaza. Nosotros lo mirábamos sin lástima, pero intrigados, ganados del todo por la curiosidad que nos producía su propio y acerado interés por los libros. A veces, mientras los acariciaba, se le encendía fugaz y livianamente una misteriosa sonrisa. La sonrisa propia de los ciegos.