martes, 21 de septiembre de 2010

Miopía


Soy bastante miope. Mi vista no es demasiado buena, para ser sincero. A veces salgo de paseo por el parque. Casi al final del día. Solo. Camino arriba y abajo. Hasta que me canso. Entonces busco un banco cercano a un frondoso árbol (la visión deficiente del mundo que me rodea no me permite saber qué clase de árbol es) y me siento a ver el borroso ir y venir de la gente.
Ahora mismo, sin ir más lejos, ya estoy sentado junto al árbol desconocido. He paseado arriba y abajo por los senderos del parque. No espero a nadie, pero inopinadamente veo aparecer a un hombre gordo y encorvado. Viene corriendo. Contra toda lógica, viene hacia mí. Mi corazón se alborota. No sé quién es ni qué se propone. El caso es que este individuo al que no conozco de nada, se sienta a mi lado. A pesar de que en los alrededores hay otros bancos vacíos.
Lo miro de refilón. Me extraña su indumentaria. Un abrigo de piel marrón, impropio para la época estival en la que estamos. El hombre resopla profundamente.  Como no quiero ser maleducado, o para romper el hielo, le hablo tímidamente del tiempo. De las altas temperaturas. De la pertinaz sequía. El hombre no responde. O responde con un bufido. O lo que me parece un bufido. Tal vez es un sí, o tal vez es un no. No me queda claro.
A punto estoy de preguntarle qué le trae por aquí, cuando va y se levanta y desaparece rápidamente. Corriendo. Bufando. O chillando. Me siento perplejo. A lo lejos, o lo que a mí me parece lejos, veo una figura difusa haciendo cabriolas, dando volteretas. Qué tipo más raro, me digo. Podría ser un loco fugado del manicomio. Hoy en día ocurre cada cosa, que no sé.
Por último, no acaba ahí todo. Un domador de fieras, o un tipo que dice ser domador de fieras, me pregunta si por casualidad no habré visto yo a un chimpancé africano. Una mala bestia que acaba de escaparse del circo, me dice. Sinceramente le cuento la verdad. Mi vista no es demasiado buena. De cerca, sobre todo. Es muy mala.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

El mismo Peter

No sabe los años que hace que no ve a Peter, pero nunca olvidará aquellos días en que, de niña, su madre la llevaba de visita a su casa, en pleno campo. Jugaban sin descanso. Peter tenía mucha imaginación, y rara era la vez que no inventaba un nuevo y divertido juego. El que más le gustaba, con diferencia, era el de la isla de los piratas, donde ambos tenían que luchar contra un malvado bucanero, que quería secuestrarlos. En fin, eran muy niños y tenían que estirar el tiempo como un chicle, y no aburrirse.


No sabe los años que hace que no ve a Peter y lo que más la sorprende es que la haya localizado sin problemas al cabo de tanto tiempo. En el mensaje del correo electrónico le pide que vaya a verlo cuando quiera. Es una buena oportunidad para recordar viejos tiempos, y ponerse al día. A ella le hace ilusión regresar por unas horas al sitio de su recreo. Sólo es cuestión de dejar bien organizados los asuntos de la casa, que su marido se ocupe de los dos niños mientras ella, en su propio coche, viaja hasta la casa de su viejo amigo de la infancia.

No sabe los años que hace que no ve a Peter y no se imagina los estragos que el tiempo habrá hecho con él. En su recuerdo, aún lo ve como a un niño menudo, rubio, de ojos azules o verdes y pizpireto. Existe la posibilidad de que no lo reconozca a primera vista. Pero también a él le puede ocurrir lo mismo con ella, que no la asocie con aquella niña delgada y soñadora, inteligente y pecosa.

No sabe los años que hace que no ve a Peter y, cuando por fin detiene el coche y se encamina hacia la casa, y nerviosa por la inminencia del encuentro se repasa el vestido y con un ligero toque de la mano se atusa la permanente, ella, Wendy, no sale de su asombro ni esconde su sorpresa al ver que Peter, el diminuto Peter, sigue conservando como por encantamiento el mismo aspecto de niño que cuando era un niño. Ni una sola arruga, ni un solo centímetro de más.