viernes, 27 de agosto de 2010

Sueños de guerra

Apenas despuntan las primeras hilachas mandarinas del día, cuando el destacamento de Alabarderos de la Guardia del Virrey se encuentra ya formado en perfecto estado de revista. A su lado, en el flanco derecho, la Segunda Compañía de Infantería del Real Palacio –compuesta por dos capitanes, un teniente, un subteniente, un alférez, un ayudante, nueve sargentos, doce cabos, dos tambores, ciento ochenta y ocho soldados y diez artilleros- aguarda con firmeza, a pie de campo, la orden de combate. La inmovilidad es absoluta. Agonizan los últimos parpadeos nocturnos. No hay restos del vivac. Nadie vocea ninguna orden. Por debajo de las rodillas del calzón azul de los oficiales refulgen tímidamente las jarreteras, lo mismo que los alamares de plata. En general, casacas, chupas, medias blancas, sombreros acandilados, escarapelas y demás prendas guerreras flamean sus colorines sin una sola mácula polvorienta. Reina una atmósfera de tensión contenida. No hay nerviosismo. Cada uno de los rostros endurecidos de los combatientes pierde la mirada en un punto fijo. Frente a ellos, a no se sabe cuánta distancia, otro ejército de soldaditos de plomo como éste, aguarda en perpetua quietud la demorada orden de combate. Por el momento el azafrán de la luz del día se cuela poco a poco en las vitrinas, donde, desde hace años, las miniaturas descansan impertérritas. Son tropas que, en su apostura gallarda, aún guardan el alma plomiza de sueños imposibles de guerras que nunca, nunca, se declaran.

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